viernes, 15 de enero de 2010

El diario de la muerte


"Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña compasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido. Ya que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a rechazarla”…

Sin embargo, la suya no era una propuesta en el sentido estricto. Bastaba una mirada, un breve contacto para llevar consigo un alma más a cuestas, y era cosa de pocos segundos recorrer el mundo para encontrar las que fueran necesarias para completar su labor.

Así transcurrían los días y las noches de la muerte, buscando ansiosa entre las multitudes quién debía acompañarla. Es muy cierto que tenía unos centenares de miles de víctimas entre seres humanos y no humanos que constituían su obligación diaria, pero en las pocas horas que le quedaban libres después del turno habitual, prefería saciar su necesidad de esparcimiento pues era la única fracción del día en la cual le estaba permitido tomar forma humana. Había días de tal cantidad de ejecuciones que se quedaba sin su merecido descanso y esto la llenaba de profunda tristeza.

Cuando podía venir a la tierra como uno más de nosotros, se sentía extasiada. Solía visitar lugares exóticos, tomarse fotos, aprender uno que otro baile, conocer gente, tomar café y hacer una que otra travesura… Todo aquello limitado por el tiempo restante hasta el comienzo de su nuevo turno de trabajo.

Por su reconocida responsabilidad, puntualidad y por ser una altamente eficiente funcionaria, se le concedía un deseo cualquiera durante su descanso y ella lo aprovechaba para conocer un poco más a esos seres que diariamente despojaba de sus almas pues no lograba entenderlos en lo más mínimo, y también porque alguna vez había experimentado un extraño sentimiento de culpa que desencadenaba en una extraña compasión momentánea que le producía el hecho de “ver morir”.

La muerte había tomado una vez la forma de una famosa reina, gorda, gorda, con su vestido amarillo bordado con piedras preciosas, un cetro de oro y esmeraldas, y una corona incrustada de diamantes; con toda su corte maravillosa que le rendía homenaje a su paso y complacía sonriente sus más extravagantes antojos: Quiero una flor negra, quiero un ave cantora del amazonas, quiero un tejido de la india y un buque de guerra de color rosa, y…

Se cansó de desear cosas que pudieran darle sus súbditos y prefirió pedir su deseo especial que consistiría esta vez en conocer los pensamientos de quienes le servían con tal inmediatez. Uno, dos, tres. ¡Deseo concedido!.

Cuál no sería su sorpresa al descubrir que de ella pensaban: ¡Qué mujer más caprichosa!; ojalá se muriera esta insensata, el pueblo con hambre y ella nos pide decorarle un buque de guerra!, ¡vieja infeliz!. Y mandó ejecutar a toda la corte, pero como es sabido que ella misma estaba en su tiempo de descanso, se cansó de ver cómo rebotaba en los cuellos la guillotina y los verdugos asombrados escapaban y el pueblo entero la acusaba de bruja por lo que acababa de presenciar.

Prepararon la hoguera, ataron a la reina y encendieron el fuego en el preciso instante en que sus cortísimas vacaciones terminaban ¡Mala suerte la de la soberana!, pensaba mientras se llevaba un alma gorda, gorda y se echaba a reír.

Otro día fue presidente. Pidió obtener sumisión absoluta. Uno, dos, tres. ¡Deseo concedido!.

Pronunció discursos, ayudó a un amigo a obtener un puesto público, se tomó fotos con un artista famoso que había ido a visitarlo, inauguró un estadio, firmó papeles, declaró la guerra... ¡Y se acabó el descanso!, volvió a su oficio, y como consecuencia de la guerra tuvo dos años y medio de incansable trabajo desde que salía el sol hasta el poniente. Fue un período intenso en el cual pensó que la próxima vez tomaría la forma de alguien con menos influencia.

Pero un tiempo después de aquella jornada laboral extrema quiso ser una hermosa mujer, una modelo de las pasarelas más afamadas del mundo y tener a sus pies unos cuantos millones de dólares para disfrutar completamente su nueva visita.

Desfiló prendas hermosas de prestigiosos diseñadores, lució las más costosas joyas y zapatos exclusivos que tanto hombres como mujeres admiraban al verla pasar en frente de ellos.

Y se sintió gloriosa, a su criterio no había tenido antes la brillante idea de encarnar un personaje tan completo: Fama, belleza, dinero, estilo, admiradores, respeto… ¡La muerte era ahora la mujer más feliz de la tierra!, aunque un poco delgada y hambrienta, muy similar a las caricaturas en que la pintaban como una calavera vestida.

Pero en cuanto llegó a su elegante cuarto de hotel decorado con las más radiantes flores, quiso simplemente tumbarse sobre su sofá de cuero a ver la televisión y después de una generosa cena, disfrutar de un delicioso helado. ¡Estaba exhausta después del desfile que había tenido!. Sin embargo, al abrir la puerta se encontró con que su equipo le tenía preparado un enorme plato de lechugas frescas con un vaso de agua y le esperaba una rutina de ejercicios de tres horas y media con un experto entrenador que había viajado desde Japón exclusivamente para asesorarla sobre la forma correcta de perder más peso. Ella quería gritar, pero no tenía fuerzas, se disponía a pedir su deseo especial para deshacerse de todos esos tontos, pero en ese instante se acabó el receso y volvió a sus labores habituales. Iniciando por llevarse el alma livianita, livianita de una hermosa mujer, que en medio de la comida, se privaba de ella para ser más elegante.

Y cuentan que la muerte se sintió ofendida como nunca antes en millones de años de incansable trabajo. ¡Ella, glotona por excelencia, privada de su alimento y al borde de un desmayo!, era una falta gravísima sin posible enmienda: Se declaró en contra de la raza humana, de su superficialidad, su egoísmo y su falta de sensatez. Ya no quiso volver a tomar ninguna otra forma humana y desde ese día dicen que lleva a cabo su tarea con mucha más frialdad, se olvidó de su compasión recordando que aquí en la tierra casi se muere de hambre.

Goldenrose, Octubre de 2008

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