sábado, 19 de febrero de 2011

El viejo guayacán

El parque del barrio es un sitio extraño; repleto de gente feliz y algunos venteros ambulantes en las tardes, y por las noches tan triste y solitario como los particulares personajes que suelen visitarlo a esa hora. Puedo inscribirme dentro de la categoría de los nocturnos visitantes nostálgicos que se sientan a mirar la luna y a ver correr a la gente que regresa de sus trabajos, y a mirar cómo se encienden poco a poco las luces de todas las casas para comenzar de nuevo a apagarse cuando Morfeo comienza a visitarlas una a una.

Mi sitio preferido en el parque era una silla alejada, desde la cual podía observar casi a cualquier persona, me sentía cubierto por la sombra de los enormes árboles ancianos que habían estado allí desde hacía ya mucho tiempo, y en ocasiones al mirar sus ramas, sus profundas cicatrices y los surcos que habían trazado otras personas en sus troncos, al igual que los nidos de los pájaros y las colonias de hormigas que se situaban cerca de sus raíces parecía que me contaban historias de tiempos remotos de los cuales solo ellos sabían con certeza.

Vine solo a sentarme a mirar a la gente, como solía hacerlo, pero también traje mis óleos porque quería retratar un árbol frondoso que se levantaba en medio del parque; un guayacán amarillo que florecía pocas veces pero cuando lo hacía, podía pasar horas enteras mirando sus hermosas flores y recostado en su tronco escuchando mi música. Para mí eso era estar vivo.

Toda la tarde la pase delineando su contorno con cuidado y llenando de color sus flores preciosas, con tanto cuidado que parecía robándole un retrato a una majestuosa criatura mágica de las que solo habitan en las más fantasiosas historias. Y me gustaba pensar que en algún tiempo, cuando la tierra era joven, este árbol era el hogar de millones de seres maravillosos llenos de luz, que con sus manos repletas de color y de belleza matizaban de amarillo oro las ramas desnudas para que el árbol no se sintiera tan sólo y los pájaros vinieran a visitarlo, y pronto también las orquídeas se animaron y cubrieron de hermosas flores de colores su tronco, los musgos cubrieron sus heridas de vida y el árbol fue el ser más hermoso de la tierra.

Pero para que no olvidara su esencia y el orgullo no se apoderara de él, las flores caían y el árbol quedaba desnudo de nuevo, quedando como el árbol más pobre de todos los que había a su alrededor hasta que nuevamente los seres quisieran dotarlo de belleza por voluntad del sol, y el ciclo se repetiría constantemente por toda la eternidad.

Me gustaba pensar eso de mi árbol y por eso lo retraté justo así, con muchos seres maravillosos llenándolo de flores y cubierto de vida aparecía resplandeciente en medio de los demás árboles que se habían acercado para hacerle un saludo especial reconociendo su belleza, pero sobretodo su humildad.

No hay comentarios:

Publicar un comentario