sábado, 19 de febrero de 2011

Historia de Invierno

Recuerdo esa fría tarde de invierno como si fuera hoy...

Yo iba en medio de la lluvia torrencial, caminando lento como si quisiera que esa misma lluvia de la que tantas veces había huido exorcizara toda mi soledad y se llevara mi dolor profundo arrastrando por las calles, como se lo merece, hasta depositarlo entero y sin miramientos dentro de esas lejanas alcantarillas de cuya infinita oscuridad solo conocen bien las ratas.

Y es allí donde debería terminar todo el dolor. No solo el mío, sino también el de todos. Mientras caminaba pensaba que sería maravilloso que cada vez que llegara la lluvia fría, purificadora, limpia se llevara con ella todo rastro de angustia, que se lo llevara lejos, al mar; de donde ni siquiera en tiempo de vacaciones lo recuperaríamos de nuevo; porque sería demasiado infortunado que nadando en medio del dolor que hubiesen tirado los demás, fuéramos tan desgraciados de encontrarnos de nuevo con el nuestro. Era una ínfima probabilidad, así que por lo pronto mi solución parecía bastante interesante y por un momento la creí demasiado cierta, demasiado posible; simplemente me paré en mitad de calle, sintiendo la lluvia en mis manos, y pensando que cada gota helada se llevaba unas cuantas más de mi dolor, que además debía ser menos denso que el agua para que como en mi idealizada situación se alejara de mi flotando sobre ella, como el aceite que algún auto había derramado sobre el pavimento emparamado, avanzando hacia ese mar, ese enorme sumidero que yo había inventado y que ahora aunque lejano, sería el próximo hogar de todas mis penas.

Sin embargo la soledad permanecía conmigo, se negaba a soltarme por más que quisiera deshacerme de ella. Mi alma de poeta bohemio y loco debía inventarle una forma, un estado material aceptable para tal comportamiento. El dolor podía ser líquido, pues yo había concluido ya acerca de su densidad y de que podía formar un mar con él, si. Pero la soledad debía ser algo más complejo, además de difícil de arrancar, pero no se me ocurría en ese entonces cómo describirla, por esa razón sería que no podía librarme de ella.

Esas eran las tonterías que pensaba mientras con un andar de loco despistado, con una canción de rock en la cabeza: crazy, crazy, crazy, for you baby, what can I do, honey. I feel like the color blue”... así deambulaba por las calles como sin querer, para llegar de nuevo a casa. Debía tener un aspecto tan deplorable, que sentía los ojos de los demás que corrían bajo el aguacero, clavarse en mi pobre cuerpo emparamado.

“Estoy en medio de un exorcismo”, pensaba yo, y no me importaba nada porque yo he visto peores cosas en esas películas de terror que tanto odio. Pero mi caso era diferente, solo la presencia purificadora del agua del cielo, nada de gritos y retorcimientos, solo una profunda paz que me regalaba la naturaleza con esa maravillosa tempestad vespertina.

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